Editorial SIE Press

Editorial SIE Press

lunes, 17 de junio de 2013

Juan Carlos Onetti




Hijo de Carlos Onetti y Honoria Borges, nació en Montevideo, 1 de julio de 1909, a las seis de la mañana. Tuvo dos hermanos, uno mayor que él, Raúl, y una hermana menor, Raquel. En 1930 se casó con su prima, María Amalia Onetti. En marzo del mismo año la pareja viajó a Buenos Aires, su nueva residencia. El 16 de junio de 1931 nació su primer hijo: Jorge Onetti Borges, también escritor, fallecido en 1998. En 1933 se separa de su mujer y un año más tarde, de regreso en Montevideo, vuelve a contraer matrimonio con otra prima, María Julia Onetti, la hermana de María Amalia.

En 1939 es nombrado secretario de redacción del semanario Marcha. Por entonces tiene interés por las artes plásticas, como se refleja en su correspondencia con su amigo Julio E. Payró y su relación estrecha con Joaquín Torres García. Desempeña este cargo hasta 1941, cuando comienza a trabajar en la agencia de noticias Reuters. Ese mismo año, conservando el empleo en Reuters, viaja nuevamente a Buenos Aires, donde permanecerá hasta 1955. Trabaja como secretario de redacción de las revistas Vea y Lea e Ímpetu. En 1945 se casa con una compañera de trabajo en Reuters, la neerlandesa Elizabeth María Pekelharing. El 26 de julio de 1949 nace su hija Isabel María (Litti).

A fines de 1955 regresó a Montevideo y comenzó a trabajar en el diario Acción; contrajo matrimonio por cuarta vez, con la joven argentina de ascendencia alemana Dorothea Muhr (Dolly).

Es encarcelado en 1974, durante la dictadura de Juan María Bordaberry, por haber sido miembro de un jurado de cuentos, y estuvo internado en un psiquiátrico. El poeta español Félix Grande, entonces director de Cuadernos Hispanoamericanos, recogió firmas para lograr la liberación de Onetti. El diplomático español Juan Ignacio Tena Ybarra director del Instituto de Cultura Hispánica logró su liberación y pudo viajar a España y en agradecimiento le dedicó su libro Dejemos hablar al viento. En Madrid finalmente fija su residencia hasta su muerte. La situación le permitirá seguir escribiendo tres novelas más (la citada Dejemos hablar al viento, Cuando entonces y Cuando ya no importe) y numerosos artículos. La preocupación por el exilio latinoamericano de entonces está muy presente en los artículos que escribe en España, donde fue bien recibido.

Cuando en 1985 la democracia regresa a Uruguay, el presidente electo, Julio María Sanguinetti, lo invita a la ceremonia de instalación del nuevo Gobierno; el escritor agradece la invitación pero decide permanecer en Madrid. "No deseo volver a ese país donde manda el general Medina", decía Onetti refiriéndose al ministro de defensa nombrado por Sanguinetti durante su primer mandato. Esa postura política le valió el casi olvido de las autoridades uruguayas hasta el día de su muerte. El General Medina venía siendo acusado, por distintas organizaciones de Derechos Humanos, como autor intelectual de crímenes de Lesa Humanidad.

Onetti muere el 30 de mayo de 1994, en una clínica de la capital española, ciudad en la que vivió 19 años, de los cuales pasó enclaustrado los últimos cinco, sin salir prácticamente de su cama.

La obra literaria de Onetti, fuera de su poderosa originalidad, debe mucho a dos raíces distintas: la primera, su admiración por la obra de William Faulkner; como él, crea un mundo autónomo, cuyo centro es la inexistente ciudad de Santa María. La segunda es el Existencialismo: una angustia profunda se encuentra enterrada en cada uno de sus escritos, siempre íntimos y desesperanzados. Su primera novela, El pozo, de 1939, es considerada la primera novela moderna de Sudamérica; el ciclo de Santa María empieza en 1950, cuando aparece La vida breve, que junto con El astillero y Juntacadáveres conforman una suerte de trilogía.



La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, considera que Onetti es "uno de los pocos existencialistas en lengua castellana". Mario Vargas Llosa, quien preparó un ensayo sobre Onetti, dijo en una entrevista a la agencia AFP en mayo de 2008 que "es uno de los grandes escritores modernos", y no sólo de América Latina. "No ha obtenido el reconocimiento que merece como uno de los autores más originales y personales, que introdujo sobre todo la modernidad en el mundo de la literatura narrativa. Su mundo es un mundo más bien pesimista, cargado de negatividad, eso hace que no llegue a un público muy vasto"; con anterioridad Vargas Llosa había comentado que Onetti "es un escritor enormemente original, coherente; su mundo es un universo de un pesimismo que supera gracias a la literatura".

SU PENSAMIENTO

- El escritor no desempeña ninguna tares de importancia social. La literatura jamás deber ser "comprometida". Simplemente debe ser buena literatura. La mía sólo está comprometida conmigo mismo. Que no me gusta que exista la pobreza es un problema aparte.

- El que pretende dirigirse a la humanidad, o es un tramposo o este equivocado. La pretendida comunicación se cumple o no; el autor no es responsable, ella se da o no por añadidura. El que quiera enviar un mensaje -como se ha reiterado ya tantas veces- que encargue esta tarea a una mensajería.

- Quien escribe lo que le gusta a los demás puede ser un buen escritor pero nunca será un artista.

- Escribo porque es un acto amoroso que me da placer.

- La literatura es mentir bien la verdad.

- Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas.

- Escribir bien no es algo que el auténtico escritor se propone. Le es tan inevitable como su cara y su conducta. Además, si la literatura es un arte, En busca del tiempo perdido importa más que todo lo que se ha escrito en Hispanoamérica desde hace un siglo y medio.

- Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia.

- Y la vida es uno mismo, y uno mismo son los otros.


Esbjerg en la costa

(Cuento completo)

Menos mal que la tarde se ha hecho menos fría y a veces el sol, aguado, ilumina las calles y las paredes; porque a esta hora deben estar caminando en Puerto Nuevo, junto al barco o haciendo tiempo de un muelle a otro, del quiosco de la Prefectura al quiosco de los "sandwiches". Kirsten, corpulenta, sin tacos, un sombrero aplastado en su pelo amarillo; y él, Montes, bajo, aburrido y nervioso, espiando la cara de la mujer, aprendiendo sin saberlo nombres de barcos, siguiendo distraído las maniobras con los cabos.

Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordando en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote. Sé que están allí porque Kirsten vino hoy a mediodía a buscar a Montes a la oficina y los vi irse caminando hacia Retiro, y porque ella vino con su cara de lluvia; una cara de estatua de invierno, cara de alguien que se quedó dormido y no cerró los ojos bajo la lluvia. Kirsten es gruesa, pecosa, endurecida; tal vez tenga ya olor a bodega, a red de pescadores; tal vez llegará a tener el olor inmóvil de establo y de crema que imagino deber haber en su país.

Pero otras veces tienen que ir al muelle a medianoche o al amanecer, y pienso que cuando las bocinas de los barcos le permiten a Montes oír cómo avanza ella en las piedras, arrastrando sus zapatos de varón, el pobre diablo debe sentir que se va metiendo en la noche del brazo de la desgracia. Aquí en el diario están los anuncios de las salidas de los barcos en este mes, y juraría que puedo verlo a Montes soportando la inmovilidad desde que el buque da el bocinazo y empieza a moverse hasta que está tan chico que no vale la pena seguir mirando; moviendo a veces los ojos -para preguntar y preguntar, sin entender nunca, sin que le contesten- hacia la cara carnosa de la mujer que habrá de estar aquietándose, contraída durante pedazos de hora, triste y fría como si lloviese en el sueño y hubiese olvidado cerrar los ojos, muy grandes, casi lindos, teñidos con el color que tiene el agua del río en los días en que el barro no está revuelto.

Conocí la historia, sin entenderla bien, la misma mañana en que Montes vino a contarme que había tratado de robarme, que me había escondido muchas jugadas del sábado y del domingo para bancarlas él, y que ahora no podía pagar lo que le habían ganado. No me importaba saber por qué lo había hecho, pero él estaba enfurecido por la necesidad de decirlo, y tuve que escucharlo mientras pensaba en la suerte, tan amiga de sus amigos, y solo de ellos, y sobre todo para no enojarme, que, a fin de cuentas si aquel imbécil no hubiese tratado de robarme, los tres mil pesos tendrían que salir de mi bolsillo. Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas palabras y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez yo tenía el capricho de ordenarle hacerlo. Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la ilusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentido de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces. Pagué los tres mil pesos sin decirle nada, y lo tuve unas semanas sin saber si me resolvería a ayudarlo o a perseguirlo; después lo llamé y le dije que sí, que aceptaba la propuesta y que podía empezar a trabajar en mi oficina por doscientos pesos mensuales que no cobraría Y en poco más de un año, menos de un año y medio, habría pagado lo que debía y estaría libre para irse a buscar una cuerda para colgarse. Claro que no trabaja para mí; yo no podía usar a Montes para nada desde que era imposible que siguiese atendiendo las jugadas de carreras. Tengo esta oficina de remates y comisiones para estar más tranquilo, poder recibir gente y usar los teléfonos. Así que él empezó a trabajar para Serrano, que es mi socio en algunas cosas y tiene el escritorio junto al mío. Serrano le paga el sueldo, o me lo paga a mí y lo tiene todo el día de la aduana a los depósitos, de una punta a otra de la ciudad. A mí no me convenía que nadie supiese que un empleado mío no era tan seguro como una ventanilla del hipódromo; así que nadie lo sabe.

Creo que me contó la historia, o casi toda, el primer día, el lunes, cuando vino a verme encogido como un perro, con la cara verde y un brillo de sudor enfriado, repugnante, en la frente y a los lados de la nariz. Me debe haber contado el resto de las cosas después, en las pocas veces que hablamos.

Empezó junto con el invierno, con esos primeros fríos secos que nos hacen pensar a todos, sin darnos cuenta de lo que estamos pensando, que el aire fresco y limpio es un aire de buenos negocios, de escapadas con los amigos, de proyectos enérgicos; un aire lujoso, tal vez sea esto. Él, Montes, volvió a su casa en un anochecer de esos, y encontró a la mujer sentada al lado de la cocina de hierro y mirando el fuego que ardía adentro. No veo la importancia de esto; pero él lo contó así y lo estuvo repitiendo. Ella estaba triste y no quiso decir por qué, y siguió triste, sin ganas de hablar, aquella noche y durante una semana más. Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa. Estaba triste y no quería decirle qué le pasaba. "No tengo nada", decía como dicen todas las mujeres en todos los países. Después se dedicó a llenar la casa con fotografías de Dinamarca, del rey, los ministros, los países con vacas y montañas o como sean. Seguía diciendo que no le pasaba nada, y el imbécil de Montes imaginaba una cosa y otra sin acertar nunca. Después empezaron a llegar cartas de Dinamarca; él no entendía una palabra y ella le explicó que había escrito a unos parientes lejanos y ahora llegaban las respuestas, aunque las noticias no eran muy buenas. Él dijo en broma que ella quería irse, y Kirsten lo negó. Y aquella noche o en otra muy próxima le tocó el hombro cuando él empezaba a dormirse y estuvo insistiendo en que no quería irse; él se puso a fumar y le dio la razón en todo mientras ella hablaba, como si estuviese diciendo palabras de memoria, de Dinamarca, la bandera con una cruz y un camino en el monte por donde se iba a la iglesia rumbo al último cielo azul. Todo y de esta manera para convencerlo de que era enteramente feliz con América y con él, hasta que Montes se durmió en paz.

Por un tiempo siguieron llegando y saliendo cartas, y de repente una noche ella apagó la luz cuando estaban en la cama y dijo: "Si me dejas, te voy a contar una cosa, y tenés que oírla sin decir nada". Él dijo que sí, y se mantuvo estirado, inmóvil al lado de ella, dejando caer ceniza de cigarrillo en el doblez de la sábana con la atención pronta, como un dedo en un gatillo, esperando que apareciera un hombre en lo que iba contando la mujer. Pero ella no habló de ningún hombre, y con la voz ronca y blanda, como si acabara de llorar, le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único mezclado con los otros olores de los bosques; dijo que al amanecer uno se despertaba cuando empezaban a chillar los pájaros del mar y se oía el ruido de las escopetas de los cazadores; y allí la primavera está creciendo escondida bajo la nieve hasta que salta de golpe y lo invade todo como una inundación y la gente hace comentarios sobre el deshielo. Ese es el tiempo, en Dinamarca, en que hay más movimiento en los pueblos de pescadores.

También ella repetía: "Esbjerg er naerved kystten", y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez. Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer -más pesada que él, más fuerte-, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella. Desde aquella noche empezó a sentir piedad que crecía y crecía, como si ella estuviese enferma, cada día más grave, sin posibilidad de curarse.

Así fue como llegó a pensar que podría hacer una cosa grande, una cosa que le haría bien a él mismo, que lo ayudaría a vivir y serviría para consolarlo durante años. Se le ocurrió conseguir el dinero para pagarle el viaje a Kirsten hasta Dinamarca. Anduvo preguntando cuando aún no pensaba realmente en hacerlo, y supo que hasta con dos mil pesos alcanzaba. Después no se dio cuenta de que tenía adentro la necesidad de conseguir los dos mil pesos. Debe haber sido así, sin saber que le estaba pasando. Conseguir los dos mil pesos y decírselo a ella una noche de sábado, de sobremesa en un restaurante caro, mientras tomaban la última copa de buen vino. Decirlo y ver en la cara de ella un poco enrojecida por la comida y el vino, que Kirsten no le creía; que pensaba que él mentía, durante un rato, para pasar después, despacio, al entusiasmo y a la alegría, después a las lágrimas y a la decisión de no aceptar. "Ya se me va a pasar", diría ella; y Montes insistiría hasta convencerla, y convencerla, y además de que no buscaba separarse de ella y que acá estaría esperándola el tiempo necesario.

Algunas noches, cuando pensaba en la oscuridad en los dos mil pesos, en la manera de conseguirlos y en la escena en que estarían sentados en un reservado del Scopelli, un sábado, y con la cara seria, con un poco de alegría en los ojos empezaba a decírselo, empezaba por preguntarle qué día quería embarcarse; algunas noches en que él soñaba en el sueño de ella, esperando dormirse, Kirsten volvió a hablarle de Dinamarca. En realidad no era Dinamarca; sólo una parte del país, un pedazo muy chico de tierra donde ella había nacido, había aprendido un lenguaje, donde había estado bailando por primera vez con un hombre y había visto morir a alguien que quería. Era un lugar que ella había perdido como se pierde una cosa, y sin poder olvidarlo. Le contaba otras historias, aunque casi siempre repetía las mismas, y Montes se creía que estaba viendo en el dormitorio los caminos por donde ella había caminado, los árboles, la gente y los animales.

Muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo, la mujer estaba cara al techo, hablando; y él siempre estaba seguro de saber cómo se le arqueaba la nariz sobre la boca, cómo se entornaban un poco los ojos en medio de las arrugas delgadas y cómo se sacudía apenas el mentón de Kirsten al pronunciar las frases con voz entrecortada, hecha con la profundidad de la garganta, un poco fatigosa para estarla oyendo.

Entonces Montes pensó en créditos en los bancos, en prestamistas y hasta pensó que yo podría darle dinero. Algún sábado o un domingo se encontró pensando en el viaje de Kirsten mientras estaba con Jacinto en mi oficina atendiendo los teléfonos y tomando jugadas para Palermo o La Plata. Hay días flojos, de apenas mil pesos de apuestas; pero a veces aparece alguno de los puntos fuertes y el dinero llega y también pasa de los cinco mil. Él tenía que llamarme por teléfono, antes de cada carrera, y decirme el estado de las jugadas; si había mucho peligro -a veces se siente-, yo trataba de cubrirme pasando jugadas a Vélez, a Martín o al Vasco. Se le ocurrió que podía no avisarme, que podía esconderme tres o cuatro jugadas más fuertes, hacer frente, él solo, a un millar de boletos, y jugarse, si tenía coraje, el viaje de su mujer contra un tiro en la cabeza. Podía hacerlo si se animaba; Jacinto no tenía cómo enterarse de cuántos boletos jugaban en cada llamada de teléfono. Montes me dijo que lo estuvo pensando cerca de un mes; parece razonable, parece que un tipo como él tiene que haber dudado y padecido mucho antes de ponerse a sudar de nerviosidad entre los timbrazos de los teléfonos. Pero yo apostaría mucha plata a que en eso miente; jugaría a que lo hizo en un momento cualquiera, que se decidió de golpe, tuvo un ataque de confianza y empezó a robarme tranquilamente al lado del bestia de Jacinto, que no sospechó nada, que solo comentó después: "Ya decía yo que eran pocos boletos para una tarde así". Estoy seguro de que Montes tuvo una corazonada y que sintió que iba a ganar y que no lo había planeado.

Así fue cómo empezó a tragarse jugadas que se convirtieron en tres mil pesos y se puso a pasearse sudando y desesperado por la oficina, mirando las planillas, mirando el cuerpo gorila con camisa de seda cruda de Jacinto, mirando por la ventana la Diagonal que empezaba a llenarse de autos en el atardecer. Así fue, cuando comenzó a enterarse de que perdía y que los dividendos iban creciendo, cientos de pesos a cada golpe de teléfono, como estuvo sudando ese sudor especial de los cobardes, grasoso, un poco verde, helado, que trajo en la cara cuando en el mediodía del lunes tuvo al fin en las piernas la fuerza para volver a la oficina y hablar conmigo.

Se lo dijo a ella antes de tratar de robarme; le habló de que iba a suceder algo muy importante y muy bueno; que habría para ella un regalo que no podía ser comparado ni era una cosa concreta que pudiese tocar. De manera que después se sintió obligado a hablar con ella y contarle la desgracia; y no fue en el reservado del Scopelli, ni tomando un Chianti importado, sino en la cocina de su casa, chupando la bombilla del mate mientras la cara redonda de ella, de perfil y colorada por el reflejo, miraba al fuego saltar adentro de la cocina de hierro. No sé cuánto habrán llorado; después de eso él arregló pagarme con el empleo y ella consiguió un trabajo.

La otra parte de la historia empezó cuando ella, un tiempo después, se acostumbró a estar fuera de su casa durante horas que nada tenían que ver con su trabajo; llegaba tarde cuando se citaban, y a veces se levantaba muy tarde por la noche, se vestía y se iba afuera sin una palabra. Él no se animaba a decir nada, no se animaba a decir mucho y atacar de frente, porque están viviendo de lo que ella gana y de su trabajo con Serrano no sale más que alguna copa que le pago de vez en cuando. Así que se calló la boca y aceptó su turno de molestarla a ella con su mal humor, un mal humor distinto y que se agrega al que se les vino encima desde la tarde en que Montes trató de robarme y que pienso no los abandonará hasta que se mueran. Desconfió y se estuvo llenando de ideas estúpidas hasta que un día la siguió y la vio ir al puerto y arrastrar los zapatos por las piedras, sola, y quedarse mucho tiempo endurecida mirando para el lado del agua, cerca, pero aparte de las gentes que van a despedir a los viajeros. Como en los cuentos que ella le había contado, no había ningún hombre. Esa vez hablaron, y ella le explicó; Montes también insiste en otra cosa que no tiene importancia: porfía, como si yo no pudiera creérselo, que ella se lo explicó con voz natural y que no estaba triste ni con odio ni confundida. Le dijo que iba siempre al puerto, a cualquier hora, a mirar los barcos que salen para Europa. Él tuvo miedo por ella y quiso luchar contra esto, quiso convencerla de que lo que estaba haciendo era peor que quedarse en casa; pero Kirsten siguió hablando con voz natural, y dijo que le hacía bien hacerlo y que tendría que seguir yendo al puerto a mirar cómo se van lo barcos, hacer algún saludo o simplemente mirar hasta cansarse los ojos, cuantas veces pudiera hacerlo.

Y él terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla, que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado, como en tantas noches y mediodías, con buen tiempo, a veces con una lluvia que se agrega a la que siempre le está regando la cara a ella, se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va, se mezclan un poco con gentes con abrigos, valijas, flores y pañuelos, y cuando el barco empieza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar.
                                                          
                                                         FIN









viernes, 5 de abril de 2013

ROBERTO ARLT



 Hijo del inmigrante prusiano Karl Arlt y de Ekatherine Iostraibitzer, nacida en Austria Hungría,  Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en Buenos Aires, en el barrio de Flores, el 2 de abril de 1900, aunque su partida de nacimiento indica que nació el 26 de abril de ese año.
Roberto Arlt se esforzó por crear confusión respecto a la fecha original de su nacimiento encontrándose así en distintas biografías las fechas 2 ó 7 de abril de 1900.

Acta de bautismo
 En el ambiente familiar donde se hablaba alemán, tuvo dos hermanas que murieron de tuberculosis (una a temprana edad y la otra Lila en 1936. La relación con su padre estuvo signada por un trato severo y poco permisivo o directamente sádico. Roberto Arlt siempre recordó que, cuando él era niño, su padre ante cualquier supuesta "falta" le decía: «mañana cuando amanezca te voy a azotar», y Roberto Arlt no podía dormir en casi toda la noche ya que se fijaba en el reloj de su cuarto esperando los golpes que a la madrugada le propinaría el padre. La memoria de su padre aparecerá en futuros escritos. 
Fue expulsado de la escuela a la edad de ocho años y se volvió autodidacta y ya a esa edad ya había escrito algunos relatos.
En la biblioteca de su barrio conoció el comunismo de la mano de León Trotsky y Karl Marx, entre otros, y también lo deslumbraron autores como Charles Baudelaire, Fiódor Dostoievski y Franz Kafka.
El carácter de su padre, un soplador de vidrio también capaz de confeccionar tarjetas postales art nouveau, no facilitó su inserción en el hogar de la familia, que abandonó en 1916. Aunque hasta esa fecha había asistido a varias escuelas, aprendió sobre todo en las calles del barrio porteño de Flores, donde transcurrió buena parte de su infancia y adolescencia. La necesidad lo haría pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada, por recordar algunas de las ocupaciones que llenaron sus días. Un matasellos y una máquina de prensar ladrillos le dieron las primeras y tempranas ocasiones de comprobar la escasa atención que iba a merecer su persistente carrera de inventor, pasión que había de encontrar un eco notable en su obra literaria.
En 1926 escribe su primera novela El juguete rabioso, a la cual le iba a poner inicialmente como título "la vida puerca", pero en esa época Arlt era secretario y luego amigo de Ricardo Güiraldes quien le sugirió que el nombre original "La vida puerca" sería demasiado tosco para los lectores de ese tiempo.

Roberto arlt y Francisco Luis Bernárdez


Por entonces comenzaba también a escribir para los diarios Crítica y El Mundo. Sus columnas diarias Aguafuertes porteñas, aparecieron de 1928 a 1935 y fueron después recopiladas en el libro del mismo nombre. Se divertía contando de sus amistades con rufianes, falsificadores y pistoleros, de las que saldrían muchos de sus personajes. Las Aguafuertes se convirtieron con el tiempo en uno de los clásicos de la literatura argentina.
A partir de la década de 1930 incursionó en el teatro y en la última etapa de su vida sólo escribió en este género.
Su teatro se estrenó en el circuito de teatro independiente de Buenos Aires, más exactamente en el Teatro del Pueblo, dirigido por Leónidas Barletta. Rompe con el realismo y aborda los problemas de la alienación a través del desdoblamiento de la escena. Solo El fabricante de fantasmas se estrenó en el circuito comercial, con un gran fracaso. 
Tras su muerte en 1942, Trescientos millones, Saverio el cruel y La isla desierta han sido las obras más representadas.
Se lo considera como un precursor del teatro social argentino y de corrientes posteriores, como el absurdismo y el existencialismo.

 Al mismo tiempo de su actividad como escritor, Arlt buscó constantemente hacerse rico como inventor, con singular fracaso. Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar, instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho, que no fueron comercializadas, y al decir de un amigo, "parecen botas de bombero".
En 1935, viajó a España y África enviado por El Mundo, de donde salen sus Aguafuertes Españolas. Pero salvo este viaje y alguna escapada a Chile y Brasil, permaneció en la ciudad de Buenos Aires, tanto en la vida real como en sus novelas, Los siete locos y su continuación, Los lanzallamas.
En sus relatos se describe con naturalismo y humor las bajezas y grandezas de personajes inmersos en ambientes indolentes. De este modo retrata la Argentina de los recién llegados que intentan insertarse en un medio regido por la desigualdad y la opresión. Escribió cuentos que han entrado a la historia de la literatura, como El jorobadito, Luna roja y Noche terrible. Por su manera de escribir directa y alejada de la estética modernista se le describió como "descuidado", lo cual contrasta con la fuerza fundadora que representó en la literatura argentina del siglo XX.


 Murió de un ataque cardíaco en Buenos Aires, el 26 de julio de 1942. El féretro en el que se encontraba su cadáver debió ser bajado desde el apartamento en el que estaba por una grúa.
En la ceremonia de despedida habló el escritor Nicolás Olivari, y el poeta Horacio Rega Molina legó un poema. Al día siguiente, el diario El Mundo publicó la última de sus famosas aguafuertes: Un paisaje en las nubes.
El suceso no sonó en los diarios porque entre las noticias se encontraba el desagravio a Jorge Luis Borges, por entonces relegado del Premio Nacional de Literatura.
Lo cierto es que la obra de Roberto Arlt fue duramente criticada durante la primera mitad del siglo XX. Hoy, líderes de opinión fundamentales de la literatura argentina nos cuentan cómo su obra ha llegado a ser un referente tan trascendente. Alejandro Castillo, por ejemplo, nos dice que Arlt significa una lectura obligada para por lo menos las dos últimas generaciones de escritores argentinos, pues redefinió lo temático y lo lingüístico y la relación artista-época. Otros, como Guillermo Saccomanno, lo colocan a la altura de Domingo F. Sarmiento, Lucio V. Mansilla, Julio Cortázar y Rodolfo Walsh, algunos de los cuales confesaron su admiración por el autor. Para el escritor y crítico literario Ricardo Piglia, Arlt inauguró la novela moderna Argentina, con su estilística nueva.



Tras su muerte aumentó su reconocimiento y es considerado como el primer autor moderno de la República Argentina. Escritores como Ricardo Piglia, César Aira o Roberto Bolaño son herederos directos de algunas de sus búsquedas literarias. Del mismo modo, Cortázar lo consideró su maestro.
Sus manuscritos y sus textos originales fueron donados por su hija Mirtha Arlt a la Biblioteca de Berlín en los últimos años del siglo XX y los tres primeros del siglo XXI, temiendo que si quedaban en su país los desgobiernos de entonces provocarían su destrucción o su extravío.
 Su obra literaria

 Novelas
    1926 - El juguete rabioso
    1929 - Los siete locos
    1931 - Los lanzallamas
    1932 - El amor brujo
Cuentos
    1933 - El jorobadito 
    1941 - Viaje terrible 
    1951 - El criador de gorilas 
    1972 - Regreso
Teatro
    1932 - Trescientos millones 
    1938 - Separación feroz 
    1950 - Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas, La isla desierta y 300 millones
    1952 - El desierto entra en la ciudad (Buenos Aires, Ed. Futuro)
Teatro estrenado
    1930 - El humillado (capítulo de Los siete locos)
    1932 - Trescientos Millones
    1936 - Saverio el cruel
    1936 - El fabricante de fantasmas
    1938 - África
    1938 - La isla desierta
    1940 - La fiesta de hierro
    1952 - El desierto entra en la ciudad (farsa dramática en cuatro actos, escrita en 1942. Prólogo de Mirta Arlt. Buenos Aires, Editorial Futuro, 1952, p. 102)
Aguafuertes
    1933 - Aguafuertes porteñas
    1936 - Aguafuertes españolas (primera parte, Buenos Aires, Talleres Gráficos Argentinos) 

 Frases de su pensamiento


 * Es síntoma de una inteligencia universal poder regalarse con distintas bellezas.

* Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

* Trabajando para conseguir el dinero o el poder o la gloria no se apercibe que se va acercando la muerte.

* ¿Qué será de mí? En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado.

* ¿Qué significa el esfuerzo en la gran llanura, comparado con la lucha en la mar traidora o en la montaña empinadísima?

* Te prevengo que tengo el corazón duro, pero hay momentos en que me dejaría hacer pedazos por el primer desgraciado que se me cruza al paso.

* Se percibe la frialdad de los huesos de los antiguos muertos. Parece que en este paraje en ruinas se hubiera detenido la respiración del mundo.

* Estoy colmado de imprecisos deseos, de una vaguedad que es como neblina, y adentrándose en todo mi ser, lo torna casi aéreo, impersonal y alado.

* El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por allí se colaban ráfagas de viento que hacían bailar la lengua amarilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro

* ¡Ah, es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara!


* El hombre siente que su cuerpo se confunde en el cansancio con las sábanas; y, de pronto, el cacareo de un gallo lo hace respingar furiosamente. Otro gallo contesta a la distancia.

* En todas partes se ha infiltrado el hombre y su ciudad. Piensa que hay murallas infinitas. Edificios que tienen ascensores rápidos y ascensores mixtos: tanta es la altura a recorrer. 


El jorobadito

Cuento (1933)
 Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.

Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.

Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.

Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.

No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.

Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba... Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:

-Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...

-¿Qué se le importa?

-No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...

-Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.

Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:

-Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene...

Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.

Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.

Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.

Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:

-¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.

He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.

En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez- observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.

Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:

-¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?

Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:

-¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?

¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?

Lo cual es grave, señores, muy grave.

Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.

Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.

Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:

-Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?

Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:

-¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.

La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:

-No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.

Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:

-Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...

-No lo dudo- repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo...

-De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted...

Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:

-Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?

-¡Claro que sí!

Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:

-Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?

-No sé...

-Porque mi semblante respira la santa honradez.

Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:

-Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.

Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:

-Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.

-¿Del betún?

-Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...

Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.

-¿Y ahora qué hace usted?

-Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes...

-No hace falta...

-¿Quiere fumar usted, caballero?

-¡Cómo no!

Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:

-Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.

Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:

-¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!

Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.

Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.

Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.

Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:

-Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.

Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.

Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:

-Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.

Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.

En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".

Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.

Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.

En esas circunstancias se me ocurrió la "idea" -idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas- y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:

Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.

Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.

Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:

-Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?

Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:

-¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?

-¿Cómo, mal rato?

-¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".

-¡Yo no la tuteo a mi novia!

-Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.

-Y eso, ¿qué tiene que ver?

-¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?

La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:

-Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.

-¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?

Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:

-Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?

-¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.

-Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?

Amainó el jorobadito y ya dijo:

-¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?

-¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?

-¡Rotundamente protesto, caballero!

-Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!

-¡No me ultraje!

-Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?

-¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...

-Te daré veinte pesos.

-¿Y cuándo vamos a ir?

-Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...

-Bueno..., présteme cinco pesos...

-Tomá diez.

A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.

La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:

-¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?

Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.

¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.

El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.

Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:

-Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.

Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:

-Aquí es.

Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:

-¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado...!

Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.

Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.

Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.

-Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.

-¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!

-¡A ver si te callás!

Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:

-Sentáte allí y no te muevas.

Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.

Me sentí súbitamente calmado.

-Elsa -le dije-, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.

Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:

-Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.

Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.

Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:

-Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.

Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:

-¡Retírese!

-¡Pero!...

-¡Retírese, por favor...; váyase!...

Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:

-¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!

Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba:

-¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?

Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:

-¡Calláte, Rigoletto; calláte!...

El corcovado se volvió enfático:

-¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!

Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:

-¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!

El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:

-¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!... ¡No se acerquen!

Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.

Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.

Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:

-¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!

¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.

-Lo haré meter preso...

-Usted ignora las más elementales reglas de cortesía -insistía el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.

Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:

-Caballero... yo soy...

Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.

¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

FIN 




 




 





miércoles, 13 de febrero de 2013

LAS TÉCNICAS DE IMPRESIÓN


En la antiguedad, las primeras imprentas en Europa estaban limitadas a impresiones en papel y tintas hechas a mano, y prensas lentas y de madera que transferían las imágenes al papel. Hoy en día, con la transmisión electrónica y tecnología laser, es posible “imprimir” material simplemente al convertir impulsos electrónicos a palabras o imágenes en un papel.
Imprimir es mucho más que libros, revistas y periódicos. El proceso también trasfiere imágenes a productos textiles, paquetes, afiches, papel mural, bolsas, etiquetas, estampillas, billetes, y en resumen, cualquier superficie que pueda llevar texto o imágenes.

Un poco de historia 
Piedras para sellar

La utilización de las piedras para sellar quizá sea la forma más antigua conocida de impresión. De uso común en la antigüedad en Babilonia y otros muchos pueblos, como sustituto de la firma y como símbolo religioso, los artefactos estaban formados por sellos y tampones para imprimir sobre arcilla, o por piedras con dibujos tallados o grabados en la superficie. La piedra, engastada a menudo en un anillo, se coloreaba con pigmento o barro y se prensaba contra una superficie elástica y dúctil a fin de conseguir su impresión.
La evolución de la imprenta desde el método sencillo del tampón hasta el proceso de imprimir en prensa parece que se produjo de forma independiente en diferentes épocas y en distintos lugares del mundo. Los libros que se copiaban a mano con tinta aplicada con pluma o pincel constituyen una característica notable de las civilizaciones egipcia, griega y romana. Estos manuscritos también se confeccionaban en los monasterios medievales y tenían gran valor. En la antigua Roma, los editores de libros comerciales lanzaron ediciones de hasta 5.000 ejemplares de ciertos manuscritos coloreados, como los epigramas del poeta romano Marcial. Las tareas de copia corrían a cargo de esclavos ilustrados.

Los Primeros Alfabetos

Hace más de 5000 años comenzó la escritura pictográfica y paulatinamente evolucionó hasta convertirse en símbolos que representaron sonidos en lugar de objetos. Hace unos 3.500 años surgió el alfabeto, uno de los cuales fue creado por los semitas, cerca de Egipto, alrededor del años 1.600 antes de J.C. Este alfabeto, consistente en 21 letras, cada una de las cuales representa una consonante, fue también adoptado por fenicios y armenios. Los griegos añadieron más letras al alfabeto fenicio, que llegaron hasta nosotros por conducto de los latinos.
Alfabeto arameo

Muy poco es el cambio que ha habido en la forma de las letras latinas del alfabeto de 2.000 años atrás hasta llegar a nuestras letras actuales. 
Alrededor del año 200 de nuestra era, algunas letras se prolongaron más abajo de la línea y otras por encima de la línea. Otras más tomaron una forma más redonda. Esta nueva escritura fue llamada uncial.
Alfabeto Hitita

Mediante un lento proceso de evolución, las letras del alfabeto cobraron dos formas diferentes, según las utilizaran los escribas o copistas de libros del norte o del sur de Europa. De esta manera nacieron dos estilos de perfiles de letras: el gótico, de Europa septentrional y el humanístico, o romana, de Europa meridional. Cuando se tallaron los primeros ojos de tipos móviles, se les dibujó de acuerdo con una u otra de estas formas de letra.

La Impresión en Oriente 

Ya en el siglo II d.C. los chinos habían desarrollado e implantado con carácter general el arte de imprimir textos. Igual que con muchos inventos, no era del todo novedoso, ya que la impresión de dibujos e imágenes sobre tejidos le sacaba al menos un siglo de ventaja en China a la impresión de palabras.
Dos factores importantes que influyeron favorablemente en el desarrollo de la imprenta en China fueron la invención del papel en el año 105 d.C. y la difusión de la religión budista en China.
Los materiales de escritura comunes del antiguo mundo occidental, el papiro y el pergamino, no resultaban apropiados para imprimir. El papiro era demasiado frágil como superficie de impresión y el pergamino, un tejido fino extraído de la piel de animales recién desollados, resultaba un material caro. El papel, por el contrario, es bastante resistente y económico. La práctica budista de confeccionar copias de las oraciones y los textos sagrados favorecieron los métodos mecánicos de reproducción.

La Imprenta en China
Tipo móvil chino

La impresión en su forma más primitiva, se hacía con bloques de madera, en los que se tallaban a mano tanto los textos como las ilustraciones. El primer libro que se imprimió fue el Sutra de Diamante, estampado por Wang Chieh el 11 de mayo del año 868, en China.
Hay motivos para creer que la Emperatriz del japón dispuso en el año 770 de nuestra era, que se sacase un millón de estampaciones de un bloque tallado de madera. El texto era una cita de las escrituras budistas.
Impresión con bloque

Los bloques de madera se tallaban a mano, en relieve e invertidos, se les entintaban con pintura de agua, y se colocaba el papel encima del bloque. Un fuerte frotamiento trasladaba la tinta al papel o pergamino.
Los primeros tipos móviles o manuales los hizo en China, Phi Sheng, entre los años 1041 y 1049. Aunque los tipos móviles fueron, pues, inventados por chinos, su idioma no era adecuado para utilizarlos. No se sabe que el arte de la imprenta encontrase un camino desde China hasta el Occidente, ni si la impresión con bloques y tipos móviles fuese descubierta más tarde en Europa.

La Impresión en Occidente
 
La primera fundición de tipos móviles de metal se realizó en Europa hacia mediados del siglo XV; se imprimía sobre papel con una prensa. El invento no parece guardar relación alguna con otros anteriores del Extremo Oriente: ambas técnicas se diferencian mucho en cuanto a los detalles. Mientras que los impresores orientales utilizaban tintas solubles en agua, los occidentales emplearon desde un principio tintas diluidas en aceites.

En Oriente, las impresiones se conseguían sencillamente oprimiendo el papel con un trozo de madera contra el bloque entintado. Los primeros impresores occidentales en el valle del Rin utilizaban prensas mecánicas de madera cuyo diseño recordaba el de las prensas de vino. Los impresores orientales que utilizaron tipos móviles los mantenían unidos con barro o con varillas a través de los tipos.
Los impresores occidentales desarrollaron una técnica de fundición de tipos de tal precisión que se mantenían unidos por simple presión aplicada a los extremos del soporte de la página. Con este sistema, cualquier letra que sobresaliera una fracción de milímetro sobre las demás, podía hacer que las letras de su alrededor quedaran sin imprimir. 
El desarrollo de un método que permitiera fundir letras con dimensiones precisas constituye la contribución principal del invento occidental.
Los fundamentos de la imprenta ya habían sido utilizados por los artesanos textiles europeos para estampar los tejidos, al menos un siglo antes de que se inventase la impresión sobre papel. El arte de la fabricación de papel, que llegó a Occidente durante el siglo XII, se extendió por toda Europa durante los siglos XIII y XIV. Hacia mediados del siglo XV, ya existía papel en grandes cantidades. Durante el renacimiento, el auge de una clase media próspera e ilustrada aumentó la demanda de materiales escritos.

La figura de Martín Lutero y de la Reforma, así como las subsiguientes guerras religiosas, dependían en gran medida de la prensa y del flujo continuo de impresos.
Johann Gutenberg, natural de Maguncia (Alemania), está considerado tradicionalmente como el inventor de la imprenta en Occidente. La fecha de dicho invento es el año 1450. Ciertos historiadores holandeses y franceses han atribuido este invento a paisanos suyos, aduciendo abundantes pruebas. Sin embargo, los libros del primer impresor de Maguncia, y en concreto el ejemplar conocido como la Biblia de Gutenberg, sobrepasa con mucho en belleza y maestría a todos los libros que supuestamente le precedieron. El gran logro de Gutenberg contribuyó sin duda de forma decisiva a la aceptación inmediata del libro impreso como sustituto del libro manuscrito. Los libros impresos antes de 1501 se dice que pertenecen a la era de los incunables.
En el periodo comprendido entre 1450 y 1500 se imprimieron más de 6.000 obras diferentes. El número de imprentas aumentó rápidamente durante esos años. En Italia, por ejemplo, la primera imprenta se fundó en Venecia en 1469, y hacia 1500 la ciudad contaba ya con 417 imprentas. En 1476 se imprimió un gramática griega con tipografía totalmente griega en Milán y en Soncino se imprimió una biblia hebrea en 1488.

En 1476 William Caxton llevó la imprenta a Inglaterra; en España, Arnaldo de Brocar compuso la Biblia Políglota Complutense en seis tomos entre 1514 y 1517 por iniciativa del Cardenal Cisneros; en 1539 Juan Pablos fundó una imprenta en la Ciudad de México, introduciendo esta técnica en el Nuevo Mundo. 
Stephen Day, un cerrajero de profesión, llegó a la Bahía de Massachusetts en Nueva Inglaterra en 1628 y colaboró en la fundación de Cambridge Press.
Los impresores del norte de Europa fabricaban sobre todo libros religiosos, como biblias, salterios y misales. Los impresores italianos, en cambio, componían sobre todo libros profanos, por ejemplo, los autores clásicos griegos y romanos redescubiertos recientemente, las historias de los escritores laicos italianos y las obras científicas de los eruditos renacentistas. 
Una de las primeras aplicaciones importantes de la imprenta fue la publicación de panfletos: en las luchas religiosas y políticas de los siglos XVI y XVII, los panfletos circularon de manera profusa. La producción de estos materiales ocupaba en gran medida a los impresores de la época. Los panfletos tuvieron también una gran difusión en las colonias españolas de América en la segunda mitad del siglo XVIII.
 
Prensas de imprimir 


La máquina que se utiliza para transferir la tinta desde la plancha de impresión a la página impresa se denomina prensa. Las primeras prensas de imprimir, como las del siglo XVI e incluso anteriores, eran de tornillo, pensadas para transmitir una cierta presión al elemento impresor o molde, que se colocaba hacia arriba sobre una superficie plana.
El papel, por lo general humedecido, se presionaba contra los tipos con ayuda de la superficie móvil o platina. Las partes superiores de la imprenta frecuentemente iban sujetas al techo y una vez que el molde se había entintado, la platina se iba atornillando hacia abajo contra el mismo. La prensa iba equipada con raíles que permitían expulsar el molde, volviendo a su posición original, de modo que no fuera necesario levantar mucho la platina. Sin embargo, la operación resultaba lenta y trabajosa; estas prensas sólo producían unas 250 impresiones a la hora, y sólo imprimían una cara cada vez.
No todos los avances en tecnologías de impresión vinieron de impresores, diseñadores o manufacturadores. En 1796 el escritor alemán Aloysius Senefelder, en su búsqueda por publicar de forma más barata sus propias obras, desarrolló la técnica de la litografía.
En el siglo XVII se añadieron muelles a la prensa para ayudar a levantar rápidamente la platina. Hacia 1800 hicieron su aparición las prensas de hierro, y por aquellas mismas fechas se sustituyeron los tornillos por palancas para hacer descender la platina. Las palancas eran bastante complicadas; primero tenían que hacer bajar la platina lo máximo posible, y al final tenían que conseguir el contacto aplicando una presión considerable.

Aunque las mejores prensas manuales de la época sólo producían unas 300 impresiones a la hora, las prensas de hierro permitían utilizar moldes mucho más grandes que los de madera, por lo que de cada impresión se podía obtener un número mucho mayor de páginas. La impresión de libros utilizaba cuatro, ocho, dieciséis y más páginas por pliego.
Joseph-Nicephore Niepce, una acendado francés e inventor, descubrió en 1820 que algunos componentes químicos eran sensitivos a la luz. Su trabajo marcó los inicios de la tecnología fotográfica, que más tarde llegó a la invención de la fotografía y el uso de procesos fotográficos para reproducir imágenes.
Durante el siglo XIX, las mejoras incluyeron el desarrollo de la prensa accionada por vapor; la prensa de cilindro, que utiliza un rodillo giratorio para prensar el papel contra una superficie plana; la rotativa, en la que tanto el papel como la plancha curva de impresión van montados sobre rodillos y la prensa de doble impresión, que imprime simultáneamente por ambas caras del papel. 
Los periódicos diarios de gran tirada exigen utilizar varias de estas prensas tirando al mismo tiempo el mismo producto. En 1863 el inventor norteamericano William A. Bullock patentó la primera prensa de periódicos alimentada por bobina, capaz de imprimir los periódicos en rollos en vez de hojas sueltas. 
En 1871 el impresor Richard March Hoe perfeccionó la prensa de papel continuo; su equipo producía 18.000 periódicos a la hora.

La Ilustración de libros
Edad Media: Ilustraciones en el libro Las Cantigas de Santa María

Durante siglos, los dibujantes trabajaban en libros ilustrados a mano; con la llegada de la imprenta, los artistas grababan sus creaciones en madera o metal, lo cual permitía a los impresores renacentistas reproducir en sus imprentas tanto imágenes como textos. Entre los artistas famosos del renacimiento que produjeron ilustraciones para libros se hallan el italiano Andrea Mantegna y los alemanes Alberto Durero y Hans Holbein el Joven. La amplia reproducción de sus trabajos influyó de manera notable el desarrollo del arte renacentista.

Tipos, prensas de acero y máquinas tipográficas

Piezas mòviles para tipografía
Hasta el siglo XIX se habían ido creando algunas tipografías de gran belleza y se había perfeccionado el oficio de la imprenta. Hacia 1800, sin embargo, los avances en el mundo de la impresión hicieron hincapié en aumentar la velocidad. 
Charles, tercer conde de Stanhope, introdujo la primera prensa de imprimir construida totalmente de acero. En 1803, los hermanos Henry y Sealy Fourdrinier instalaron en Londres su primera máquina de fabricar papel; producía una bobina de papel continuo capaz de hacer frente a una demanda en constante crecimiento. Más tarde, en 1814 Friedrich König inventó la prensa accionada por vapor, revolucionando toda la industria de la impresión. 
En 1817, Fco. Xavier Mina, liberal español que organizó una expedición para apoyar la lucha de los patriotas mexicanos por su independencia, llevó a México la primera imprenta de acero, en la que imprimió sus periódicos y proclamas. Se considera la primera imprenta que hubo en el estado de Texas, entonces territorio de Nueva España. En la actualidad se encuentra en el Museo del Estado.
Linotipo

Las grandes ediciones que publicaban aumentaron aún más en 1829 al aparecer los estereotipos, que permiten fabricar duplicados de planchas de impresión ya compuestas. En 1886 los equipos de composición se perfeccionaron, permitiendo reducir drásticamente el tiempo necesario para componer un libro en comparación con las labores manuales. Por último, la fotografía ha venido a contribuir al desarrollo de los modernos procesos de fotomecánica.
En la década de los cincuenta aparecieron las primeras máquinas de fotocomposición, que producían imágenes fotográficas de los tipos en vez de fundirlos en plomo. Estas imágenes se fotografían con una cámara de artes gráficas a fin de producir unos negativos en película que sirven para obtener las planchas litográficas. Los avances en la tecnología de planchas en los años cincuenta y sesenta, junto con la fotocomposición, pusieron fin a un reinado de 500 años de la tipografía como principal proceso de impresión. La composición tipográfica con tipos de fundición prácticamente ha desaparecido, pero el huecograbado sigue utilizándose de forma habitual. La mayoría de las planchas en relieve se fabrican en la actualidad por procesos fotomecánicos directos.

Las computadoras que se utilizan hoy como máquinas de oficina pueden producir imágenes listas para impresión, reduciendo el tiempo y los costos de los principales procesos de imprenta y se utilizan de forma habitual para crear dibujos, definir tipos, digitalizar y retocar imágenes y fundir todos estos elementos en un único trozo de película o directamente sobre la plancha de imprimir.

Fuente
Los setenta grandes inventos y descubrimientos del Mundo Antiguo
Historia sobre la invención de la imprenta
riat-serra.org